Poema al Aliento
Hice un alto en el camino
para hablar con un abuelo.
Me lo encontré cabizbajo
a la orilla del sendero.
Sus manos entrelazadas,
sentado sobre un madero,
los codos en las rodillas,
y la mirada en el suelo.
Mordiscos de soledad
marcaban todo su cuerpo,
como sellos estampados
con incandescentes hierros.
Entre el ramaje aterido
se colaba algún destello,
que apenas reproducía
el quejido de un silencio.
En la quietud de sus pies
se adivinaba un esfuerzo,
incapaz de obedecer
instancias de sus deseos.
Puse mi mano en su hombro,
(“¡hola!, ¿cómo estás abuelo?”)
y sus ojos me empaparon
como un cálido aguacero.
Ojos de luz mortecina,
con fondo de mar y cielo;
ojos cargados de amor,
y ahogados en desconsuelo.
Cada palabra, en sus labios,
sonaba como un concierto
mucho tiempo silenciado
en el desván de los sueños.
Sin levantarnos del tronco,
hicimos un largo trecho.
Él, alumbrando el camino;
yo, cargando con el tiempo.
Samuel Rodríguez Pérez